EL AFILADOR
Se afilan cuchillos, navajas, tijeras, y toda clase de instrumentos cortantes.
Así se anunciaba el afilador con voz de pregonero cuando llegaba a los pueblos de nuestra Castilla para prestar su servicio a cambio de una modesta perra gorda. Previamente hacía sonar su ocarina de un lado a otro, y salían las notas del do al si y del si al do. Las campesinas se asomaban a la ventana y bajaban con sus tijeras, cuchillos, todo lo que necesitase ser afilado en su casa. Se hacía una especie de cola o corrillo en el que a la vez se cotilleaba lo poco que se podía cotillear en unas aldeas sin noticias que comentar.
Y mientras las paisanas hablaban y esperaban al afilado, el afilador colocaba el soporte a su bicicleta, se montaba y daba a los pedales que movían con una correa la rueda de afilar; ponía un cuchillo y saltaban las chispas, inofensivas y llamativas, daba vuelta al cuchillo, más pedaleo, más chispas, trabajo terminado, coger la perra gorda y vuelta a empezar.
Cuando terminaba en ese pueblo iba a la cantina, se tomaba un refrigerio, un vaso de vino y a darle a los pedales de la bici hasta el pueblo siguiente.
Allí, en el siguiente pueblo, mismo rito, ocarina, voz llamadora, paisanas que bajaban de sus casas, corrillo, cotilleo, afilado, cobro de más perras gordas, nuevo refrigerio y otra vez al camino, hasta el pueblo siguiente.
Así un día tras otro, otro día más uno, un día más, y así hasta que el pobre afilador perdía sus fuerzas, ya no podía montar en la bicicleta, dejaba el turno a su hijo con la bici y la ocarina, se refugiaba en su modesta casa de adobe y esperaba tranquilamente la muerte previa visita del médico que le desahuciaba y del cura que le daba los santos óleos. Cuando pasaba la guadaña todo terminaba.
Castilla, una y otra vez Castilla, profunda y engañada Castilla
Se afilan cuchillos, navajas, tijeras, y toda clase de instrumentos cortantes.
Así se anunciaba el afilador con voz de pregonero cuando llegaba a los pueblos de nuestra Castilla para prestar su servicio a cambio de una modesta perra gorda. Previamente hacía sonar su ocarina de un lado a otro, y salían las notas del do al si y del si al do. Las campesinas se asomaban a la ventana y bajaban con sus tijeras, cuchillos, todo lo que necesitase ser afilado en su casa. Se hacía una especie de cola o corrillo en el que a la vez se cotilleaba lo poco que se podía cotillear en unas aldeas sin noticias que comentar.
Y mientras las paisanas hablaban y esperaban al afilado, el afilador colocaba el soporte a su bicicleta, se montaba y daba a los pedales que movían con una correa la rueda de afilar; ponía un cuchillo y saltaban las chispas, inofensivas y llamativas, daba vuelta al cuchillo, más pedaleo, más chispas, trabajo terminado, coger la perra gorda y vuelta a empezar.
Cuando terminaba en ese pueblo iba a la cantina, se tomaba un refrigerio, un vaso de vino y a darle a los pedales de la bici hasta el pueblo siguiente.
Allí, en el siguiente pueblo, mismo rito, ocarina, voz llamadora, paisanas que bajaban de sus casas, corrillo, cotilleo, afilado, cobro de más perras gordas, nuevo refrigerio y otra vez al camino, hasta el pueblo siguiente.
Así un día tras otro, otro día más uno, un día más, y así hasta que el pobre afilador perdía sus fuerzas, ya no podía montar en la bicicleta, dejaba el turno a su hijo con la bici y la ocarina, se refugiaba en su modesta casa de adobe y esperaba tranquilamente la muerte previa visita del médico que le desahuciaba y del cura que le daba los santos óleos. Cuando pasaba la guadaña todo terminaba.
Castilla, una y otra vez Castilla, profunda y engañada Castilla